Cinco micros de Rubén Pesquera Roa


La flauta de Hamelin

La caverna se abrió ante el flautista y, a su vez —a unos cuantos pasos de la entrada— apareció el abismal despeñadero. Cuando la última de las ratas se hubo precipitado al vacío, el artista exigió el pago convenido. De los notables de Hamelin sólo obtuvo como respuesta amenazas y carcajadas. Iracundo, regresó a la claraboya de la gruta e interpretó una nueva melodía. De la sima insondable comenzaron a salir increíbles bestias que asolaron la comarca: trasgos, dragones, vampiros y todo tipo de alimañas. El músico continuó tocando en un rapto frenético que se esparció por toda Europa, mientras que de la cueva emergía una gigantesca mole de mucílago corrosivo que en pocas horas disolvió totalmente el planeta. A la mañana siguiente palpitaba un agujero negro en donde antes estuvo la Tierra, y hacia él comenzaron a caer el Sol, los mundos y las estrellas. En un lapso de cinco días, la espiral de la Vía Láctea se distorsionó por completo, sumiéndose en el enorme vórtice... Le siguieron todas las otras galaxias, siempre al compás de la canción de la flauta. Unas semanas después el Universo entero se colapsó. El instrumento y su tocador también desaparecieron, aunque atrás quedaron unas cuantas notas musicales dispersas en el éter.





Ligera de equipaje

Desde que era pequeña mostró esas tendencias, siempre se negó a usar gorra, aun bajo el sol más ardiente. Al poco tiempo usó zapatos por última vez y  no salía a la calle sino descalza y en ropa interior. Cualquier tipo de joyería, adorno corporal o accesorio le repugnaba.  A los quince años se escapó a una colonia nudista donde causó cierto escándalo al depilarse por completo —cabellera y vello púbico incluso— y por extirparse todas sus pestañas y hasta la última de las uñas.  A diario dedicaba un par de horas a tallarse con estropajo y piedra pómez.

La vi hace un par de días, era un cuerpo cubierto por sólo una marcada masa de músculo de entre cuyas estrías —aquí y allá— escurrían minúsculas gotas de sangre.  Iba a dirigirle la palabra, mas se sacó el corazón de entre el pericardio fibroso y lo miró con apuro para acto seguido regresarlo —coronarias y venas también— a su lugar.  Supuse que iba con retraso y dejé que se fuera.



Suceso

Hace dos meses, la Luna se cayó del cielo y se hizo añicos. Acabo de ir al sitio del impacto, ya cuando el ejército ha levantado el cerco. No hay mucho que ver, sólo quedan los cachitos más pequeños y mucho polvo, pero pude adquirir un trozo de regular tamaño con uno de los vendedores de baratijas que pululan en el lugar. Lo he comprado como por inercia y quizá fui víctima de la mercadotecnia: no entiendo mucho por qué, si desde aquí abajo parecía de plata, sus restos no son sino de un gris parduzco más bien oscuro, como sucio. En fin...



Secuestro de amor

Lo convirtió en dragón y le puso en el hocico un bozal de adamantium —para no escupir lumbre—, una plomada de platino en la cola —para no dar coletazos— y un par de zafiros en los ojos —para ver todo. Lo encadenó a la pata de la cama y lo hizo invisible —para que ninguno de sus amantes fuera a traspasar los añicos de corazón esparcidos entre las escamas.



Cristo

No murió en la Cruz, y aunque dejó la vida pública, siguió caminando en la mar. Ya anciano, lo vieron sobre las aguas del Adriático, cerca de Brundisium, nomás que con bastón.




El mexicano Rubén Pesquera Roa estudió biología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Dice que no es escritor: escribe, sobre todo relatos mínimos. Tiene también algo de poesía, aforismos y otros cuentos. Ha sido coordinador del taller de minificción en La Marina de Ficticia (ciudad virtual de cuentos e historias), y un día al mes colabora en la revisión de textos de sus conciudadanos. En la vida real hace otras cosas: cultiva hongos y mantiene un vivero.  




 El Aforista