La reina sorda
Acuclilladas laboriosamente a sus pies, las costureras cuchichean entre ellas mientras le arreglan los bajos del vestido. Comentan despreocupadas cómo el rey la engaña con cualquier falda que se aviente a su paso, y añaden, entre risas cómplices, que razones no le faltan al monarca con semejante espantajo de esposa. La reina las observa, inmutable. Cuando su traje luce al fin prolijamente acabado, llama mediante señas a los guardias y, con gesto afásico, sentencia a las insolentes llevándose la mano recta al cuello a modo de sierra.
Bestiario
Por las mañanas les ponía nombres y las catalogaba. Por las tardes, sentada junto a la única ventana que daba al exterior, la vieja urdía con sus lanas las jaulas que usaría durante la noche para atrapar a las bestias que poblaban sus sueños. Ella se hamacaba una y otra vez sin apartar la vista de sus labores de punto, y aunque a veces sus pensamientos salían a tomar el aire, regresaban enseguida al no encontrar nada a lo que aferrarse allí afuera. Su cuerpo yermo nunca le había dado hijos. Sin embargo, ya cercana la muerte, había sido bendecida con una fértil imaginación. Aquella vasta colección de seres fantásticos se convertiría en su legado para la posteridad. Podía percibir cómo esas frágiles criaturas que se columpiaban en su mente oscilaban entre el temor a desaparecer cuando a ella le llegase su hora, y el ansia de atrapar para sí mismas su último aliento de vida.
Caído del cielo
Entró como un chaparrón por el agujero del techo de la cocina y cayó desnudo dentro del cubo a rebosar. No flotaba, así que lo rescaté enseguida con un escurridor que tenía a mano. Después de zamarrearlo un poco recuperó el conocimiento. Pobrecillo, casi se ahoga. Lo metí dentro de la manopla de lana que me regaló mi marido en nuestro último aniversario antes de abandonarme, y me lo llevé al salón, para que se le quitase la tiritera con el calor de la estufa. De repente me sentí feliz, otra vez importante y necesitada. Mis deseos volvían a hacerse realidad. Al rato, sin embargo, el minúsculo hombrecillo me miró visiblemente consternado e hizo un amago de hablar. Dudo si carraspeaba o se expresaba en un idioma desconocido, sólo sé que gesticulaba mucho enseñándome que algo a su lado no estaba. No fue hasta que señaló con su dedo diminuto la gotera del rincón que comprendí la razón de su inquietud, y nuevamente mi irrelevancia. Sobre el suelo, anegada por un pequeño charco, yacía ella desnuda.
El reencuentro
Camina despacio para no llegar. Sabe que allá lejos, donde el sendero se diluye en la niebla, comienza el bosque de las ánimas. Y tiene miedo. Aun así continúa. Algo sobrehumano le empuja a andar en esa dirección, una fuerza descomunal —y a la vez tan sutil— como la tierna voz de su madre llamándolo al oído. Un rechinar de dientes marca su paso mientras imagina, expectante, lo que le espera. Sin embargo, ese reencuentro fantasmal, amparado por el abrazo verdinegro de los árboles, no sucederá esa noche. Se quedará acurrucado en la hierba, indefenso, aguardando el milagro. Las ramas silbarán para él y acunarán su miedo. Las fierecillas salvajes merodearán a su lado demostrándole quién manda. En la tenebrosa oscuridad de la floresta, Kimbu no podrá cerrar los ojos.
Será al despuntar el sol —mientras inicie, cabizbajo, el camino de regreso— cuando al fin se le presente su madre y le diga que ha superado la prueba, que es un joven valiente, y que ya no la necesita.
El arca maldita
Construida en secreto por los monjes del primer reino, el arca de las bestias había sobrevivido a la ira devastadora de los dioses. Después de cuarenta interminables jornadas de fuego y lluvia, había quedado varada en lo alto del monte Mu. Según decían, aún albergaba vida en su interior. Seres fabulosos tan temidos —y venerados a la vez— que fueron condenados a salvarse solo uno por especie. Lejos de producirse su extinción, como cabría suponer, las bestias dispares habían congeniado. Tal era el caso del corcel de fuego y la sirena, el dragón alado y la naga marina, el ave de trueno y la sílfide…
La intrépida princesa Aiko —quien había emprendido una larga y peligrosa travesía hacia ese mítico enclave—, sería la primera persona en confirmar la veracidad de esta leyenda al regresar, algunos años después, volando a lomos de su hijo.
Sara Lew nació en San Juan, Argentina, en 1974. Actualmente reside en Almería, España. Ha cursado estudios de Arte y Diseño Gráfico en Tel Aviv y Yoga en la India. En estos últimos cinco años sus ilustraciones y microrrelatos han sido publicados en varias revistas y antologías digitales. Algunos de sus textos cortos también forman parte de ediciones en papel, en las que destaca “De Antología. La logia del microrrelato”. Ha sido finalista y ganadora de diversos concursos del género. Mantiene el blog: http://microrelatosilustrados.blogspot.com.es/