Pérez Antolín: El predominio de la sintaxis


Después de comer puso las noticias. Una columna de blindados atravesaba la frontera de su país. En el informativo de la noche comprobó que el ejército enemigo se desplegaba por la comarca; era fácil reconocer los lugares calcinados. Según el reportaje en directo, en cuestión de horas las divisiones llegarían a la ciudad (desde el aire las cámaras consiguen planos espectaculares). Subió el volumen porque el ruido de las ametralladoras no le dejaba oír la emisión y en ese preciso momento salía su calle. Cuando le dispararon pudo ver por la televisión su propia muerte.



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Me he puesto a gritar en mitad de la calle. Algún transeúnte, después de alarmarse, puso cara de sorpresa y siguió caminando. La rutina urbana de las doce del mediodía continúa inalterable: el barrendero barre, el perro mea, el coche acelera, el policía patrulla… A nadie le importa que a mí no me importe nadie; en eso debe consistir la indiferencia que se cuela por los subterráneos y se pega a la suela de nuestros zapatos con la insistencia de un chicle mascado. Tengo que irme antes de que alguien considere mi protesta un desorden público, tan subversivo como el mal aliento, como el sabor a nicotina o como bostezar en un concierto. Si mañana otro hace lo mismo que yo, si yo mañana hago lo mismo que otro, si unos cuantos gritamos y al menos dimite el gobierno que se apropió indebidamente de la castidad de un lirio, habrá comenzado una revolución insignificante, las únicas que merecen triunfar.



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Carezco de motivos para hacer lo que te hice. Fue una fuerza irreprimible la que me indujo a dañar. Tú estabas allí esperando el puñal de jade y el cuévano de mimbre. Yo estaba aquí preparándolo todo con la meticulosidad de un taxidermista miope. Era cuestión de tiempo que nos encontráramos: con la docilidad de las fieras del circo, uno; con la crueldad de los actos necesarios, el otro.



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El enterrador odia trabajar cuando la tierra está helada, el pico rebota y la vibración se transmite por los tendones hasta la corteza del ensimismamiento. Durante las noches de luna, las carretas subían a los pozos de nieve; allí donde quedan a la vista, no muy lejos, los fósiles en las trincheras del ferrocarril. Era una época en la que los colegiales utilizaban pizarras y era común hacer el jabón con aceite y sosa cáustica.



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Era meticuloso en extremo con sus objetos personales, por eso resultó muy extraño que el día de su desaparición estuviera el apartamento donde vivía revuelto y en desorden. Puestos a aventurar hipótesis sobre este inaudito suceso, las hubo a cual más inverosímil: que si un secuestro fallido, que si una fuga por deudas de juego, que si un enamoramiento repentino… Pero después de varias investigaciones exhaustivas de la policía, el enigma quedó sin resolver. Parece mentira que nadie diera con la mejor explicación: llega un momento en que uno prefiere no dejar rastro de su fuga precipitada, porque ha sido incapaz de dejar huella de su paso irrelevante.



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Se convirtió en el delator de sus camaradas. Antes de la captura era el más incondicional del grupo, ése del que siempre te podías fiar. Su lealtad fue puesta a prueba varias veces y nunca decepcionó. Cuando desarticularon el comando, durante los interrogatorios, el inspector dijo a uno de los detenidos: “No desesperes, del infiltrado es del último que se sospecha. Su trabajo consiste en comprenderos y, aun así, traicionaros”.



MARIO PÉREZ ANTOLÍN



(Backnang, Alemania, 1964), reside en la actualidad en Ávila. Licenciado en Geografía por la Universidad de Valladolid y especialista en ordenación del territorio, planeamiento urbano y política ambiental. Es Director de la Residencia Universitaria Arturo Duperier de Ávila. Pérez Antolín es uno de los responsables del resurgir del género aforístico en España durante los últimos años. Eugenio Trías dijo de su libro Profanación del poder: "Está lleno de chispazos de inteligencia y sabiduría que acreditan el oficio del que escribe".