Roberto Villar: Todo tiene su luz


Todo tiene su luz para que sea posible. No sólo para que sea posible verlo, sino crearlo. La mañana, la tarde, la noche, la mesa, el cuarto, el salón, el sofá. Todo tiempo tiene su tiempo y todo tiene su luz, su música, su clima. Por ejemplo: tú no puedes irte así, por la buenas, por las bravas, ahora mismo. Debes esperar el momento apropiado. El color, el tono del color, el matiz. La idea te ronda por la cabeza y tus otras partes. Tiene que haber un acuerdo subrepticio entre todas las que eres. Un aquelarre. Todo lleva su tiempo. Todo te lleva mi tiempo. Finalmente ocurre. Comienza a ocurrir. A veces parece una ocurrencia repentina. Sin embargo, está claro, o está claroscuro, que la puerta cerrándose, el pasillo, el ascensor, la calle, el taxi y ese extraño temblor de manos, han estado madurando en las sombras. La luz madura en las sombras. No sé si me comprendes. No sé si, en realidad, aún estás ahí para comprenderme. En la cocina, en el balcón, en el pasado que comienza a ocurrir.


*   *   *


El problema de la caída del pelo es que una vez que el pelo cae has de darlo por caído. Aunque lo recojas y vuelvas a colocártelo en la cabeza, y camines con cuidado -o no lo hagas y te quedes muy muy quieto- más pronto que tarde el pelo caído inicialmente, al haber perdido su natural inserción en el cuero cabelludo, se volverá a caer de tu cabeza. Puedes repetir la operación tantas veces como lo juzgues apropiado, y recoger el pelo, y volver a depositarlo en tu cocorota, y procurar que no vuelva a caérsete manteniendo el equilibrio y la paciencia. Pero equilibrio y paciencia son difíciles de mantener. Acabas agotándote, no tanto físicamente, que también, como psicológicamente. Sobre todo porque ocurre que a ese pelo caído inicialmente suelen sumársele otros que, en mayor o menor número, se desprenden de su asidero y caen. Es descorazonador. E irremediable. Por mucha fuerza de voluntad que tengas, el pelo vence. Te doblega. Hay que saber perder. Hay que saber perder el pelo.


*   *   *


Prefería que le miraran las tetas a que le miraran los ojos. Me lo explicó bajando la mirada. Yo, subiéndola, le respondí una tontería de la que me arrepentí al momento. No se lo tomó a mal. Comprendía a los tímidos. También yo. Por eso fue que no tardamos nada en decidir en qué dirección debía mirar cada uno.


*   *   *

Lo comprasteis en Estocolmo. Uno de esos artilugios que permiten colgar fotos del techo. Hecho con alambres enganchados unos con otros. Recuerda a algunas esculturas móviles de Calder. Cuando entra brisa por la ventana, las fotos se agitan levemente. Giran sobre sí mismas. Mientras escribes, a veces levantas la vista y gira ella y tú y tu padre y tu hijo y la playa y aquella ciudad pequeña. Hoy no hay brisa.


*   *   *


-Estamos en cricrisis, Cricristina. Dejas morir mis cricrisantemos. Desprecias mis trabajos con acricrílico. No te gusta el barrio (yo adoro este cricrisol de razas). Me tratas como a un cricriado. Te ríes de mi afición al cricriquet. Todo comenzó cuando llegaron los cricríos. Cricriarlos es más cricrítico que tenerlos, ¿eh? Aunque no tenerlos habría sido un cricrimen.

Sé que tú ya tenías la cricripta dispuesta. A veces sueñas con romperles la cricrisma de un golpe, admítelo. Me cricrispas. Te cricrispo. Lo sé, Cricristina... ¡Por los clavos de Cricristo! Escricribiré sobre ello en facebook. –dijo con acricritud el grillo a su pareja.





ROBERTO VILLAR BLANCO

(Buenos Aires, 1962), reside en Madrid desde 1990. Tiene una experiencia, como guionista de series y programas de televisión, que comienza a ser demasiado larga. Ha publicado tres novelas: Andén (Punto de Vista), Asoma tu adiós (Pre-Textos) y La verdadera historia de Carmen Orozco (Espasa Calpe). Ha participado en el libro colectivo Nadie se come a nadie, de reciente aparición en Libros al Albur. Ganó algunos premios literarios. Pero son más los que perdió. Es tímido por parte de padre.




Libros al Albur