Los anticuentos de Esther Roperti


Caperucita se hizo con la casa de la abuela. Ni lobos ni rojos: gatos negros, como ella: auténtico animal felino.



El conejo blanco vio a la niña y se escondió para mirarla detenidamente. Y siguiéndola jugaba a ser el perseguido.



Espejito espejito, ¿quién es la más hermosa? Tú, mi señora. Porque no hay nadie más a quien mirar.



Cenicienta renunció a zapatillas de cristal. Optó por moverse libremente con su fálica escoba de bruja.



El lobo embistió a Caperucita, directamente, sin suplantaciones. Se conocían demasiado para andar con disimulos.



Caperucita se preguntaba cuál era el lobo feroz. Sin atinar con el espejo.



Apenas el viejo Scrooge se durmió, empezó el desfile de fantasmas. Todos eran dramáticos y sabios. El de las navidades pasadas le mostró su infancia solitaria. El de las navidades futuras, su solitaria tumba. Scrooge despertó. Aquellas imágenes le hicieron reflexionar: al menos era coherente. Su vida en soledad era un hilo lógico en el que no había necesitado a nadie. Y no volvió a soñar. Tampoco necesitaba fantasmas molestos deseosos de poblar sus largas y solitarias noches.



Cuando Rapunzel peina su larga cabellera simulando escalera, mira las paredes de piedra. Porque se sabe Medusa, peinando serpientes.



Se llamaba Eva. Nombre corto, fuerte. Pero no era costilla de nadie. Así que desnuda, comió la manzana y dejó a Adán abrazado a la serpiente.



El se creyó dios. Y quiso hacerla a su imagen y semejanza. Pero ella no era Adán. Ni Eva. Y ya estaba hecha.



Cuando cogió el espejo se le resbaló de las manos y se hizo añicos. Entonces, la madrastra se vio multiplicada en los trozos y fue por fin la más bella. Multiplicada.



Cuando el príncipe supo que la princesa había notado el guisante bajo los colchones, decidió dejarla. Mejor una mujer real, a quien poder tocar.



Esta Cenicienta era muy lista. Cuando bajó corriendo las escaleras de palacio, no sufrió cortaduras en sus pies. Esta Cenicienta sabía que las zapatillas de cristal producen heridas. Y que dejan un rastro que siguen los príncipes fetichistas.



La madrastra sufría la belleza extrema. Por eso se inventó el espejo que reflejaba su deseo y así surgió Blancanieves. La belleza necesita rivales con los que perder.



Peter Pan entró volando por la ventana. Todo en él era agilidad y tintineo. Wendy fue feliz cuando él le pidió que lo cuidara. Y no se percató de su ausencia de sombra cuando, entre revoloteos, su nuevo amigo se mostró en su escencia y le clavó los colmillos en el cuello.



Los príncipes se reconocen porque sienten predilección por las princesas muertas.



Las princesas suelen elegir sapos, esperando convertirlos en príncipes. Y después del beso, en lugar de música, siguen oyendo croar.



Blancanieves, acostumbrada a su séquito de enanos, mordió la manzana y se dejó morir. Sin sospechar que el príncipe estaba muy vivo y a sus cosas. Y que otras princesas, tal vez menos hermosas pero sí más vitales, troceaban para él ricas frutas frescas.



Y Cenicienta se hizo princesa. Vestidos, joyas, corrección en la mesa. Ahora es justo lo que el príncipe desea. Pero la niña sucia sigue habitando: su piel se eriza bajo el contacto de las cenizas. Continúa reinando, siempre bella. Y se consume. Como su más íntima materia.



A la princesa siempre le gustaron más jóvenes. Y como era lista y jamás daría un escándalo, se inventó el cuento de la aguja y los cien años.




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