Santiago Gil: El nombre de los ausentes


Bacall 

Salí a la calle y unos obreros pulían ladrillos delante de la catedral. Tuve que atravesar una gran nube de polvo. Cerré los ojos cuando estaba en medio de la polvareda. Al abrirlos volví a encontrarme con una de esas rubias que seguían siendo rubias incluso en las películas en blanco y negro. Me pidió fuego. Yo dejé de fumar hace quince años, pero en los sueños llevo siempre un mechero por si me pide fuego Lauren Bacall. Aquel encuentro duró lo que dura un cigarro. Yo miraba cómo fumaba y seguía el rastro de sus manos entre el humo azul que se acaba confundiendo siempre con la pantalla. Quise besarla, pero me perdí en un fundido en negro que me devolvió al lugar en el que estaba cuando venía caminando por la calle.



Los puntos cardinales 

Si dormía con la cabeza hacia el Norte soñaba con ciudades nevadas y amores fríos. Los días del Este se despertaba más temprano, como si reconociera el sol aun antes de que brillara en su ventana. Cuando se recostaba hacia el Sur volaba tan lejos que casi le era imposible reconocer el sonido del despertador por la mañana. Solo descansaba cuando decidía dormir hacia el Oeste dejando que el sueño también fuera un crepúsculo interminable.



Princesas y reinas 

Se vestían de princesas y salían a la calle sin darse cuenta de que aquel mundo era la antesala del infierno. Sonreían felices entre prostitutas, proxenetas y yonquis desorientados. Tenían cuatro años y aún no sabían que la vida no era un cuento de hadas. Cuando se encontraban a sus madres caminando de arriba abajo pensaban que eran reinas y que aquellos tipos con los que desaparecían durante un rato eran como los príncipes azules que salían en los dibujos animados.



La sábana 

La sábana colgada del vecino quedaba a la altura de su cuarto de baño. Cuando ya estaba seca, ella se pintó los labios de carmín y dejó su marca en la tela con dos besos rojos e intensos. Él no se dio cuenta ni al recoger la sábana ni cuando la colocó en la cama. Su amante llegó antes que él y se desnudó para esperarle. Al levantar el edredón vio aquellos labios que sabía que no eran de ella. Se vistió y se marchó para siempre sin darle ninguna explicación. Él creyó que aquel era un beso de despedida. Su vecina se asomaba a la mirilla cada vez que él bajaba la escalera y pasaba delante de su puerta. Nunca más besó sus sábanas. Tampoco se atrevió a decirle que estaba enamorada.



El nombre de los ausentes

Cada mañana escribía en un pequeño papel que luego se metía en el bolsillo, el nombre de alguno de sus muertos más queridos. Lo llevaba a todas partes y de vez en cuando recordaba la cara y los gestos del ausente. Al llegar la noche quemaba el papel y lo volvía a convertir en cenizas.



El príncipe azul 

Cuando se levantó de madrugada a comer un yogur se encontró al príncipe azul que llevaba buscando desde la adolescencia. Estaba debajo de la tapa y apareció después de que ella pasara la lengua. No era ese el beso que había soñado desde los quince años. Él sonreía como esos modelos de los anuncios que parecen prefabricados. Sabía a coco.



Santiago Gil (Guía de Gran Canaria, 1967). Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de prensa provinciales y nacionales, así como en distintos gabinetes de comunicación. Ha publicado las novelas Por si amanece y no me encuentras, Los años baldíos, Un hombre solo y sin sombra, Cómo ganarse la vida con la literatura, Las derrotas cotidianas, Los suplentes, Sentados, Queridos Reyes Magos, Yo debería estar muerto, El destino de las palabras y Villa Melpómene; la novela corta El motín de Arucas; el libro de relatos, El Parque; los libros de aforismos y relatos cortos, Tierra de Nadie y Equipaje de mano, y los libros de poemas Tiempos de Caleila, El Color del Tiempo, Una noche de junio y Trasmallos. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado Música de papagüevos y la recopilación de artículos de opinión Psicografías.


 Libros al Albur