Al hilo de los días: tres diarios de escritor


José Luis Trullo.- ¡Que suerte tienen los catalanohablantes! En una sola palabra (fil), pueden aunar dos conceptos: hilo y filo. Si yo estuviese escribiendo en catalán, podría decir que los diarios de escritor están compuestos "al fil" de los días, y así expresar con suma precisión y extrema economía a lo que me estoy refiriendo: a que los diarios de escritor están compuestos al hilo del filo de los días: en el borde mismo donde se escurren sus instantes, y como si se los quisiera, sino apresar, sí al menos represar, aquietar en un recodo del río del tiempo.

Siempre he sido un voraz lector de diarios de escritor. Unos, me han abducido por completo, hasta entremezclarse con mi propia sangre y transformar mi vida; fue el caso de los Peter Handke, o de los cuadernos de apuntes de Elias Canetti o de E.M. Cioran. Otras, me han decepcionado y he tenido que abandonarlos antes de que acabase odiando al autor (no daré nombres).

En los últimos meses he tenido el gusto de poder disfrutar con tres diarios de escritor, los cuales sin embargo no se presentan a sí mismos como tales ante el lector. Ahora bien, los tres lo son, en la medida en que todos ellos trascienden -cada uno a su modo- los límites genéricos para ubicar la experiencia del yo-que-vivo-y-lo-escribo en el centro de ese pequeño escenario que es la página.




Algo que perder, de Elías Moro, tras su apariencia de recopilación de aforismos, es un diario en toda regla, un rosario de apuntes trazados al paso, con la sensibilidad -la emocional, pero también la intelectual- a flor de piel; leyéndolo se escucha, se observa y se siente lo que escucha, observa y siente el autor. Escrito con una fina ironía doméstica, próxima y amical, el libro discurre plácidamente entre observaciones agudas, apuntes sarcásticos y amargas constataciones, todo en los márgenes de una honestidad palpable, incluso aspirable. Su tono voluntariamente menor, a menudo conversacional, rehúye de forma consciente y activa la grandilocuencia, que es la peor tentación a la que puede sucumbir un aforista. El propio Moro lo deja bien claro: "Esas frases redondas y perfectas como esferas, leídas tres, cuatro veces seguidas, se empiezan a deshinchar como un globo pinchado". De modo que la escritura (y la lectura, perro fiel) discurre de un modo plácido, sin grandes sorpresas ni chascos inesperados, cómoda y amena, altamente satisfactoria.

Oscura lucidez, de Mario Pérez Antolín, por su parte, es un volumen que, sin perder su aroma a diario de navegación, discurre por otro tipo de aguas más... oceánicas, por así decir. En él se suceden microrrelatos, aforismos, apuntes y poemas sin orden aparente, más allá de obedecer al impulso creativo del autor, que es mucho, y muy estimable. La ambición no abandona en ningún momento la travesía; es clara la voluntad de abrir rutas, de explorar, de abismarse incluso, lo cual implica riesgo y, en ocasiones (las menos) naufragios. En cualquier caso, se percibe una dosis de crítica social, incluso una beligerancia respecto al derrotero que parece seguir el mundo moderno, que agrada y estimula. Junto a fragmentos de análisis del presente más prosaico, Antolín interpola notas bucólicas que parecen advertirnos de que aún es posible demorarse en vivencias que nos salvan del completo hundimiento moral; personalmente, creo que es ahí donde el autor pisa más firme: incluso su escritura parece aclararse, esclarecerse, iluminando aquello de lo que habla, mientras que en los pasajes más polémicos el estilo se adensa hasta volverse, incluso, críptico.




Perros en la playa, de Jordi Doce, es un libro misceláneo como la vida misma, la cual se complace en obsequiarnos con una fluida sucesión de materiales heterogéneos a los que uno mismo debe encontrar -o quién sabe si inventar- cierta hilazón. Como en el caso de Oscura lucidez, aquí hallamos también aforismos, poemas y relatos breves que, junto con las bellas aguadas de Javier Pagola que se intercalan a lo largo del volumen, consiguen que el lector sienta que está descendiendo, ahondando, no sólo en la experiencia vital e intelectual del autor, sino en la suya propia. Ese "efecto espejo", específicamente literario, transforma la lectura en una aventura también espiritual, de modo que uno tiende a diluirse como espectador de la vida ajena para pasar a inspeccionarse también como actor de su propia existencia. Aunque Doce advierte que "el diario de escritor sólo puede serle útil a otros escritores", el suyo me ha resultado muy provechoso para mis propios fines personales, lo cual no sé yo si puede decirse de muchos libros, hoy en día.

Tres libros distintos, tres propuestas diversas, pero en cualquier caso tres lecturas gratificantes que, desde aquí, recomiendo con entusiasmo, pues nos encontramos ante títulos de gran calidad literaria y un valor intrínseco que perdurará a lo largo del tiempo.

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E. MORO, Algo que perder. La isla de Siltolá, Sevilla, 2015, 148 páginas. 
M. PÉREZ ANTOLÍN, Oscura lucidez. Baile del Sol, Tegeste, 2015, 167 páginas. 
J. DOCE, Perros en la playa. La Oficina, Madrid, 2011, 223 páginas.



 El Aforista