Entrevista a Clara Obligado


Valeria Correa Fiz.- Quedo con Clara Obligado un mediodía de octubre en la puerta del Café Central, Plaza del Ángel. Hace poco que estoy en Madrid y Clara, como buena anfitriona, me explica que es el mejor sitio de la ciudad para escuchar jazz en vivo. ¿Lo conocía? No, claro que no. Entonces que venga pronto, me dice; que mil veces lo estuvieron por cerrar, pero que sigue aquí. Sonríe. Clara habla rápido, y pasa de un tema a otro con increíble agilidad. Hay algo en su modo de conversar que suena a melodía sincopada, como en el jazz. Ahora mientras escribo estas líneas pienso que también sus libros de relatos tienen algo de jazzístico. Vinculados por un tema central, los cuentos son versiones moduladas de ese leitmotiv que los reúne.

El clima nos obliga a cambiar de sitio. A pesar del sol, hace frío y en el Café Central solo podríamos sentarnos en la terraza. Ya en un bar de la plaza Santa Ana, le extiendo los folios con las preguntas. Lee la primera, que contiene una cita de su libro Las otras vidas. ¿Yo escribí esto?, pregunta, y se ríe nuevamente. Clara Obligado es autora de varias novelas, numerosos ensayos, tres libros relatos y hasta un libro de recetas de cocina, escrito junto con María Ángeles Fernández Martín. Además antologó para la editorial Páginas de Espuma dos colecciones de microrrelatos (Por favor, sea breve, 1 y 2, señeras en la implantación del género en España). No creo que sea humanamente posible recordar todo lo que Clara ha escrito. Yo escribí esto, repite, y piensa. La primera pregunta es la siguiente.

‒La narradora de tu cuento "El grito y el silencio" (Las otras vidas, Páginas de Espuma, Madrid, 2005) afirma: "desconfío de las ideas abstractas, de la lógica cartesiana. Mi nuevo novio dice que por este camino corro el riesgo de convertirme en un libro de autoayuda. Yo le respondo que por el otro corre el riesgo de convertirse en un cubito de hielo". ¿También tú desconfías de la lógica cartesiana? ¿Qué peligros crees que entraña?

‒Qué curioso. Esa frase, que había olvidado completamente, es también el germen de mi último libro, La muerte juega a los dados, donde una visión, digamos, “cuántica” de las cosas se opone a la visión racionalista de Einstein. Sí, hace mucho tiempo que pienso que la lógica, tal y como la entendemos en Occidente, es un recorte pobre y muy parcial de la realidad. Es un relato que nos sirve para organizar un mundo que nos resulta caótico, eligiendo una sola de sus líneas. Es, por decirlo de una manera literaria, una ficción. Lo cierto es que el mundo es tan complejo que nos tranquiliza la sensación de que, de alguna manera, lo podemos entender. Esa misma lógica actúa muchas veces, no sólo como recorte de la realidad, sino también como pensamiento autoritario.

‒Las otras vidas posibles (el 'yo es otro' de Rimbaud) es uno de los temas centrales en tus relatos. Tus personajes aparecen divididos entre la vida presente y la vida imaginada o la vida que se han visto obligados a escoger. En tus cuentos abundan también los caminos que se abren, los trenes, los puentes, las márgenes opuestas de los ríos, el destierro y el azar. ¿Crees que, si no te hubieras visto forzada al exilio político en España, la idea de que el hombre vive fragmentado, amputado del sitio al que pertenece hubiera sido de todos modos un tema nuclear en tu literatura? 

‒El otro día recordaba una frase del poeta palestino Mahmud Darwish que dice “qué haremos sin el exilio”... No se me ocurre mejor manera de enunciarlo, sin esa experiencia negativa y positiva a la vez seríamos otro. Sin los grandes dolores, sin las grandes pérdidas, seríamos otra persona. Esta sensación de extrañeza, disolución y otredad que produce un corte como el exilio me ha conformado como escritora. Es mi dolor, y mi fuerza. La necesidad de no dejarme vencer, de dar testimonio de que estamos vivos. De que nuestra manera de ver el mundo vale para construir hacia adelante. Muchos no sobrevivieron para contarlo, pero nos queda la voz. La voz, y no la violencia, que puede ser incluida en un debate. Hablar, decir, contar. Crear sobre las cenizas. Pensar. No, creo que no hubiera escrito si no hubiera tenido que salir de Argentina, no me hacía falta. Cuando llegué a España, en algún momento necesité recomponer todo lo perdido, y ese fue para mi el comienzo de la escritura. No fue un proceso racional, pero así se fue dando, poco a poco. De todas formas, estoy poco interesada en mi experiencia personal. Empecé a necesitar contarla cuando se convirtió en una experiencia colectiva, cuando fue parte de un debate más amplio. Lamentablemente, el mundo se ha ocupado de poner el tema de los refugiados en un primerísimo primer plano.

En el cuento "Madison, los puentes de" (El libro de los viajes equivocados, Páginas de Espuma, Madrid, 2011) escribes un final alternativo al de la película Los puentes de Madison, de Clint Eastwood. ¿Crees que la literatura sirve –si tuviera alguna utilidad– para corregir o modificar lo que no nos gusta en nuestras vidas cotidianas?

‒Sí, claro, la literatura es una forma de vida en paralelo. Una compensación. Un refugio. Un espacio en el que se puede levantar el teatro de la vida y cambiar el final de las escenas. Es, siempre, otra oportunidad. Yo no diría que para compensar, necesariamente. A veces es simplemente un buen lugar para entender aquello que se nos escapa. En ese cuento, en realidad, lo que hago es reflexionar sobre el amor romántico y sus consecuencias. Es un tema que me ha preocupado siempre porque el amor romántico, que es un invento del siglo XIX, nos ha llevado, en particular a las mujeres, a aceptar lo inaceptable.

‒Recurres al humor con frecuencia. Pienso, por ejemplo, en "Interferencias" (también incluido en La muerte juega a los dados), donde leemos: "lo que me va es la demonología, porque el finado era más malo que Satán, me vació la cuenta del banco y me dejó plantada en Madrid con los tres varones"; en el comienzo de "Europa", del mismo libro, o en el remate –absolutamente brillante– de "La sirena" (Las otras vidas), que no copio aquí para no desvelarlo a los lectores que aún no hayan leído el relato. ¿Qué crees que le aporta el humor a tu literatura? ¿Es un modo edulcorado de decir una verdad rotunda?

‒La comedia es la otra cara de la tragedia. Lo sabían los griegos, y también aparece el tema en ese cuento que me encanta, de Isak Dinesen, "El acre del dolor". Hay algo de cómico en el dolor absoluto, y algo de doloroso en una carcajada. Son dos hipérboles frente a la dureza de vivir. Cuando era estudiante, pensaba que algún día haría una tesis sobre la risa en la literatura. ¿De qué nos reímos, cuándo, por qué? Creo que la risa –la ironía, en particular‒ es una mirada entre dolorosa y amable frente a la crudeza de vivir. Es una distancia inteligente. Es, de alguna manera, más empática que la tragedia. El dolor, a veces, nos inmoviliza. La risa, el humor, sería una forma de aceptar lo que nos pasa y seguir adelante. Reírse o llorar no está, en realidad, relacionado con lo que nos pasa. Hay gente que baila en medio de una guerra, y gente que llora porque no se puede comprar un capricho. Aceptar las frustraciones de estar vivos, no ser el centro del discurso. Bailar cuando todo se derrumba, como en la película Zorba, el griego. Creo que el humor tiene algo de social del qque la tragedia carece. En cuanto a la literatura, no sólo es muy difícil escribir humor, sino que, además, está poco valorado. Estamos enfermos de solemnidad y parece que, si nos ponemos serios, las cosas son más importantes, aunque los grandes textos en nuestro idioma son, básicamente, textos de humor.

‒En La muerte juega a los dados advierto una corporeidad más visceral que en tus libros anteriores. El cuerpo de los personajes se exhibe en el dolor y también en las pulsiones eróticas. Visto que uno de los ejes centrales de este libro es la memoria –qué es y cómo se construye‒, me gustaría preguntarte: ¿crees que la “memoria del cuerpo” es más duradera y más sólida que la “memoria de la mente”? Nos hablarías de lo que piensas de las relaciones entre el cuerpo y la memoria.

‒La verdad es que nunca he pensado en ese tema; no entiendo las diferencias entre cuerpo y alma y, por tanto, tampoco puedo entender las que existen entre cuerpo y memoria. Sí es cierto que en ese libro hablo muy específicamente del cuerpo de las mujeres, de la violencia que se ejerce sobre él. El cuerpo femenino como campo de batalla, como posesión, como fuente de placer, como espacio enajenado. Todo lo que sucede en mis historias está representado, también, en el cuerpo femenino. Esa violencia que tantas veces es exclusiva de nuestro género, que se ejerce sobre nosotras. Ese sí que es un tema que me preocupa. Nuestra animalidad, por un lado, nuestra libertad y potencia, nuestra capacidad de dar la vida y el dominio que la sociedad ejerce sobre nuestro cuerpo a través de la moda, del dominio masculino, de la violencia, del control de la maternidad. Eso es lo que me ha hecho buscar en la historia de las mujeres porque la historia, en general, sí que tiene género, género masculino, por cierto. ¿Cómo vamos a saber quiénes somos si estamos excluidas de los grandes relatos? La exclusión y el silencio son una forma de violencia como cualquier otra.

‒Marguerite Duras sostenía que existen características precisas que distinguirían la escritura masculina de la femenina. Al respecto decía: “Hay una relación íntima y natural que desde siempre une a la mujer con el silencio, y por eso con el conocimiento y la escucha de sí misma. Eso lleva a su escritura a esta autenticidad que falta en la escritura masculina, cuya estructura remite demasiado a saberes ideológicos, teóricos”. ¿Qué piensas al respecto? ¿Se puede hablar en la actualidad de escritura femenina y escritura masculina?

‒Un tema espinoso, ¿verdad? En todo caso, si hay una escritura femenina, también hay una literatura masculina. Este año, al elegir libros para leer en el verano, me di cuenta, de pronto, de que sólo había elegido libros de mujeres. Que casi todos los libros que estaban expuestos en la mesa de novedades habían sido escritos por mujeres. Es la primera vez que me pasa, y creo que somos una primera generación de escritoras que puede formarse leyendo a mujeres. No es poco. Hice una carrera de literatura de cinco años y sólo leí a una, Sor Juana Inés de la Cruz. Cuando quise escribir sobre la erótica femenina, en "La  hija de Marx", no encontraba casi fuentes en las que inspirarme. Hoy, en cambio, tengo que tener en cuenta que también hay textos de hombres que me pueden interesar, algo totalmente distinto a lo que pasaba hace algunos años. Este cambio de situación es, para mí, muy importante. Pero la verdadera paridad llegará el día que se le pregunte a un autor hombre si piensa que existe la literatura masculina, y cuáles son sus características, por ejemplo. El día en el que ellos tengan que hablar permanentemente de su especificidad sexual más que de su perspectiva literaria.  

‒Tus libros están llenos de citas, huellas, guiños a grandes escritores de la tradición occidental. Jorge Luis Borges, Raymond Carver, Alice Munro, Julio Cortázar, Cristina Fernández Cubas, Anton Chejov, Maeve Brennan, Rainer Maria Rilke, por nombrar solo algunos. ¿Hablamos de tu árbol genealógico? ¿Quiénes serían tus padres, abuelos, tus hermanos literarios? ¿Tienes hijos? ¿Y suegros literarios o parientes de esos que uno no tolera?

‒Escribo, como decía nuestro buen Borges, dentro de un río que podría llamarse tradición. Leo y releo a autores que me gustan, la obra completa, luego los doy en el taller, me los aprendo casi de memoria, los copio. Leo lo que ellos leían, leo a sus compañeros de generación. Si pudiera, me los chutaría. No vivo en la “angustia de las influencias”, como decía Bloom, sino más bien en el gozo de las influencias. Me gustaría ser otro. Cada vez que encuentro un gran libro me encantaría haberlo escrito yo. Sucede que me muero de admiración frente a algunos textos y entro en un paroxismo vampírico. La literatura es de todos y para todos. Ahí está, para quien sepa leer. Porque dejarse llevar por una influencia no es nada fácil, primero hay que saber desentrañar el alma de un texto, eso que resulta casi inasible y que los pobres lectores llamamos “técnica”: cómo lo hizo, por qué lo hizo. Porque nosotros todo lo resolvemos en palabras. Cada uno de mis libros tiene su propia constelación, por decirlo de alguna manera, que reconozco en epígrafes, citas, homenajes. En "La hija de Marx" rendí pleitesía a la gran novela realista; "Si un hombre vivo te hace llorar" es un homenaje a la literatura africana. La muerte juega a los dados vagabundea entre Proust, Agatha Christie y Flann O´Brien o Maeve Brennan. Cuando estoy escribiendo, todo lo que leo se me pega. También me influyen mucho las series, que me parece que cuentan hoy de una manera magistral. En realidad, escribo porque leo (porque veo), soy una escritora lectora. ¿Si tengo hijos? Supongo que cientos, porque doy talleres de escritura desde hace muchísimo tiempo, pero espero que no compartan mi poética, sino que busquen su propia voz. En eso pienso que soy una buena madre, valoro mucho la independencia. Hermanos creo que no, pertenezco a una generación que fue devastada por la violencia y no he encontrado en España a mis pares. Quizá reconozca más hermanos entre exiliados de otros países, entre escritores que tienen la misma problemática que yo. Suegros sí, también tengo. Y los odio, como manda la tradición.

‒La desigualdad y la discriminación sexual son temas recurrentes en tu literatura. Se advierte en lo que escribes que luchas por rescatar a la mujer de la marginalidad; de hecho, tienes un ensayo muy interesante titulado Mujeres a contracorriente. La otra mitad de la historia (Plaza y Janés, Madrid, 2004), donde buscas devolver el protagonismo a las mujeres en el devenir de la historia de Occidente. En relación con este tema: ¿las escritoras tienen menos visibilidad que los escritores en la actualidad? ¿Podrías recomendarnos algunos libros que hayas leído últimamente escritos por mujeres? 

‒Te comentaba que últimamente he leído a muchas mujeres. Ahora estoy con Cynthia Ozick, que me parece una escritora importante, poco conocida en España, pero una clásica en EE.UU., y con Lydia Davis. Penélope Lively, cuya novela Moon tiger me pareció deslumbrante, pero también he leído escritoras como Cristina Fernández Cubas o algunas más jóvenes como Carola Aikin, Sara Mesa, Nuria Barrios o Samantha Schweblin. No las he leído a todas, evidentemente, y toda enumeración con estas características es una injusticia.  Y sí, como es lógico las escritoras tienen menos visibilidad, a pesar de lo que estoy señalando: los grandes premios, los que reparten no dinero, sino prestigio literario, siguen repartiéndose en un coto cerrado, en un club de hombres. En esta sentido, las matemáticas no perdonan.  

‒Hace años que estás a cargo de uno de los talleres de escritura creativa más grandes de Madrid. ¿Qué te ha aportado a ti como escritura impartir estos cursos? ¿Qué le recomendarías a alguien que empieza a escribir?

‒Le recomendaría que ame a su obra por encima de sí mismo. O, lo que viene a ser igual, que no escriba para que lo quieran, o para ser famoso. Que escriba para dar lo mejor de sí, para darle a su obra el mejor de los destinos. Que no adore al dios mercado, porque corrompe. Que sea modesto para aprender, y soberbio para aguantar. Es un oficio con muchas aristas, pero con momentos inolvidables. No sería quien soy sin los talleres: me han marcado y todos los días oigo, durante cuatro horas, a gente que me lee textos. Es algo muy particular y, aunque la mayoría de mis alumnos no piensa como yo, no pudo dejar de aprender algo de cada lectura. El otro día alguien me comentaba: “tienes un trabajo muy bueno”. Es verdad, pero no lo vivo así, creo que “soy” un trabajo muy bueno, dar talleres es parte de mi identidad.

Al terminar la entrevista, ha refrescado aún más. Levanto las solapas del abrigo y deshago el camino andado hasta la Plaza del Ángel. Todavía es temprano para sentarme a escuchar un poco de jazz, pero volveré al Café Central. Volveré, Clara, gracias. Muchas gracias. 



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