Cinco micros de Iván Teruel


Cuántos amaneceres nos quedan

Salgo al balcón y veo a mi padre acodado en la barandilla, fumando. Sus ojos se encuentran más allá del paisaje que tiene enfrente. Quizás en los recuerdos. Yo también he estado buscando recuerdos. Recuerdos y sentimientos. Pero sobre todo palabras. Palabras que definan contornos. Había creído encontrarlas mientras venía hacia aquí: todo parece más fácil cuando está a la espera de cristalizar. Y sin embargo, cuando me decido a hablarle solo consigo pedirle un cigarrillo. Yo, que llevo casi cinco años sin fumar. A mi padre, que me acaba de llamar para decirme que le han diagnosticado cáncer de pulmón.



Falacia patética

Un día el piso empezó a menguar. Fue un proceso lento, tenaz, inexorable: el espacio se fue contrayendo hasta reducirse a este cubículo en el que vivo ahora y en el que apenas puedo moverme. Hoy he recibido una llamada. Era ella. Al oír su voz, de pronto he reparado en que todo se fue empequeñeciendo desde el día de su marcha. Me ha confesado que quiere volver. Me ha rogado que la deje volver. Y yo no sé cómo decirle que sí, que me encantaría que volviera, pero que aquí ya no hay sitio para los dos.



Amor filial

Hoy mamá nos dice que se pegará un tiro. Y es extraño, porque ella siempre amenaza con las vías del tren y además en casa nunca ha habido pistolas. Pepe y yo hablamos. Decidimos que él salga a comprarla mientras yo me quedo buscando una caja y papel de regalo. Pepe no tarda en regresar. Metemos la pistola en la caja y la envolvemos con delicadeza. Caminamos hasta la cocina. Nos asomamos a la puerta. Esto es para ti, mamá, decimos. Ella se vuelve. Y parece intuir lo que hay dentro, porque por primera vez en mucho tiempo da la sensación de estar feliz.



Los humanos

Cada ruido era como si intentaran arrancarnos los nervios de raíz. A eso nos habían acostumbrado: a una duermevela permanente y desquiciante. Sin embargo, la otra noche yo ni siquiera estaba colgado en ese balanceo de la conciencia. Me había levantado a bajar la persiana, y, al hacerlo, las láminas habían crujido.  Entonces el perro ladró. Y fue un ladrido impregnado de un miedo y un dolor antiguos. Aunque de eso solo me di cuenta más tarde. En aquel momento creí que el perro se había sobresaltado al oír cómo chirriaba la persiana. Me equivoqué. Y cuando quise reaccionar, ya habían entrado. Avanzaban imparables por el pasillo.



El fiscal

Vuelve a hacerse real aquel olor de surcos profundos, incrustado desde hace tanto en algún lugar entre su nariz y su conciencia. Siempre le ocurre en los recesos de las vistas finales, cuando tiene que salir impulsado hacia el servicio a lavarse frenéticamente las manos: es lo único que lo alivia. Nadie, sin embargo, conoce su manía. Nadie imagina que un fiscal del Tribunal Supremo, tan agresivo en los interrogatorios, tan implacable en la lucha contra la pederastia que lo ha hecho mediático, muestre esa debilidad ante un espejo. El fiscal acaba su ceremonia. Y mientras se dirige a la puerta y va recobrando su porte de plomo, desde el espejo se lo queda mirando un monaguillo de doce años de ojos asustados, que ha ido a casa de don Venancio a buscar un paraguas y que recibe las primeras caricias aviesas de unas manos que siempre apestan a sardinas.



Iván Teruel (Gerona, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y actualmente trabaja como profesor de enseñanza secundaria en un instituto público. Ha publicado el ensayo El Perú escindido (Ediciones Irreverentes, 2012) y sus relatos han aparecido en diversas antologías del género: Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012), De antología (Talentura, 2013) o La carne despierta (Gens Ediciones, 2013). El oscuro relieve del tiempo  (Edicions Cal·lígraf, 2015) es su primer libro de narrativa breve. 




 Libros al Albur



La tiranía de los espejos, de Carlos Vitale

De niño, en el barrio, se relataba la aventura de un vecino que había sobrevivido a un naufragio flotando durante una semana sobre una puerta. Desconozco quién era e incluso si la peripecia acaeció de verdad, pero no dejo de meditar en ese hombre, azul y agua, negro y agua, asido a una puerta por la que no es posible huir.


Diez micros de Ortiz Soto

Hundido en su sillón, Dios mira llover. Es el día cuarenta por la mañana, pero la oscura bruma no permite saberlo. En los escarpados picos de las montañas más altas, animales y humanos se disputan un palmo de tierra que, minutos después, yace bajo el mar. Son las agotadas aves migratorias las últimas en caer. En medio del océano anegado de muerte va el Arca con los pocos bendecidos. Aquello es todo lo que queda de su gran obra. Dios no puede más con tanto dolor y dispara…