Javier Puche es licenciado en Filología Hispánica y profesor de piano clásico. Ha trabajado como crítico musical, corrector de estilo y guionista de televisión. Imparte clases en la Escuela Contemporánea de Humanidades (www.ech.es). Sus narraciones, publicadas en revistas como Quimera o Litoral, han obtenido diversos premios y se recogen en antologías como Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2009), Velas al viento (Cuadernos del Vigía, 2010) o Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012). Mantiene el blog literario Puerta Falsa (http://puerta-falsa.blogspot.com.es). Es autor de los libros Seísmos (Thule, 2011) y Fuerza Menor (Isla de Siltolá, 2016).
La incertidumbre
Para Javier Tomeo
En medio del Mar Negro, a cientos de kilómetros de cualquier costa, un hidropedal avanza despacio bajo la luna. Sus tripulantes, un hombre y una mujer de mediana edad, pedalean maquinalmente, pese a estar dormidos. La cabeza del hombre descansa vencida hacia atrás. Y su boca se abre hacia el cielo, como si anhelara devorar las estrellas. La cabeza de la mujer cae por el contrario hacia delante y tiene la boca cerrada. Con las ondulaciones del mar, ambas cabezas se tambalean un poco. La de él parece decir que no. La de ella, que sí. Entregados a esta inconsciente discrepancia, surcan la oscuridad. Al amanecer, el lamento de una ballena los despierta abruptamente.
Ella (desperezándose): Nos hemos dormido.
Él: Eso parece.
Ella (mirando alrededor): ¿Y qué hacemos ahora?
Él: No tengo ni idea. Quizá deberíamos seguir pedaleando.
Y eso es justamente lo que hacen: pedalear. Pedalear en silencio. Seguir navegando sin rumbo por las oscuras aguas hasta perderse de vista en el horizonte.
Tenemos que hablar
–Tenemos que hablar.
Eso dijo ella con pesadumbre. Algo aturdido, me senté en el sofá donde solíamos ignorarnos. Pero esta vez no encendimos la tele. Apenas recuerdo lo que finalmente hablamos (mi memoria tiende a suprimir las catástrofes). El caso es que ahora vivo lejos de ella, en las afueras, entregado a una existencia gélida y crepuscular.
Fantasmagórica, para ser exactos.
Al principio, achaqué mis visiones nocturnas a la añoranza (no en vano, aquellas fugaces mujeres del pasillo parecían vestir como ella). Luego, a la vertiginosa desnutrición (únicamente me alimentaba de pan seco y agua corriente). Por último, comprendí con pavor que los fantasmas no procedían de mi tristeza, sino del más allá. Lo supe por el modo en que me abrazaban. Eran almas en pena, dolientes criaturas sin tiempo, espectros quejumbrosos que paulatinamente invadían mi nueva casa en las afueras. Lo peor del asunto (y por eso estoy bajo la cama) es que ahora hay veinte o treinta reunidos en el salón, esperándome en absoluto silencio. Pude verlos hace un rato, justo antes de huir despavorido, cuando el señor del sombrero me cogió del brazo y me dijo con voz de ultratumba:
–Tenemos que hablar.
El Santo Grial
Para Ana María Shua
El héroe atravesó desiertos, laberintos, junglas. Decapitó minotauros y cíclopes. Cayó en telarañas gigantes. Trepó árboles infinitos. Hasta que finalmente, ya anciano, encontró el Santo Grial. Lo custodiaban un monje y un dragón. Si bebes de esta copa, dijo con gravedad el monje, vivirás eternamente. En el rostro decrépito del héroe se dibujó una sonrisa. Al parecer, no había sacrificado en vano su existencia, donde nunca hubo amor ni alegría, sólo búsqueda tenaz. Ahora bien, prosiguió el monje elevando la voz, vivirás eternamente, en círculo, la misma vida que tuviste. Y no otra. Aturdido, el héroe reflexionó unos instantes. Después se desplomó en el suelo como un títere, vencido por la tristeza, mientras las fauces del dragón exhalaban una carcajada de fuego.
Rezar
Rezar en voz baja. Eso hace el paracaidista desde aquel día. Rezar en voz baja mientras el viento agita con levedad la enorme telaraña donde permanece adherido. Rezar en voz baja sus oraciones. Y no dejarse intimidar por los esqueletos que penden alrededor.
La memoria de cristal
Tras el Apocalipsis, un radar enviado desde Júpiter para confirmar la extinción del hombre, desciende con lentitud hacia las profundidades del Océano Pacífico, donde algo parece latir. Y es que abajo del todo, en mitad de un silencio vagamente iluminado por criaturas abisales, el único espejo que la Gran Explosión no ha logrado romper emite en orden cronológico, antes de apagarse para siempre, todas las imágenes que componen su memoria de cristal, demorándose en aquéllas donde aparece la mujer que lo tuvo en su alcoba hasta el fin, una joven risueña que ya no existe, aficionada a bailar desnuda ante él ciertas noches de verano, cuando todo era posible todavía en este rincón de la galaxia.